Cuando algo no nos gusta, lo evitamos. Es fácil evitar el olor a tabaco,
cambiándonos de lugar en una terraza, lavando la ropa después de un concierto.
O el sabor amargo del café, añadiéndole leche y azúcar o tomando otra bebida.
Podemos evitar ponernos ese jersey de lana que nos pica y nos hace sentir
incómodos. Pero cuando aquello que no nos gusta es parte de nuestro propio cuerpo
o carácter, no podemos alejarnos de ello. No podemos dejar de oír nuestro
timbre de voz, de sonrojarnos como un tomate en ciertas situaciones, de ver nuestra
cara en el espejo cada mañana…
Sentir rechazo hacia algo que va pegado a uno, que forma parte de uno, es
muy doloroso. Y a nadie le gusta sentir dolor o rechazo, y por ello nos
protegemos como sea, evitando que se exponga aquello que no nos gusta, disfrazándolo
de alguna manera, o intentado ser lo menos consciente de ello. A veces dejamos
de ir a fiestas o a ciertas reuniones sociales para impedir que se manifieste
esa empedernida timidez que nos hace sentir pequeñitos ante los demás, o
evitamos ir a la playa para que no se vean unos quilos de más. Otras veces
incluso uno recurre al fanfarroneo, ya lo dice el refrán: dime de qué presumes
y te diré de qué careces. ¡Seguro que alguien te viene a la mente que encaje
con ello! Y quizás has pensado alguna vez: ese/a tiene demasiada autoestima.
Pero en realidad tiene una autoestima débil, que intenta proteger con un
armazón de chulería para que nadie se
percate de sus fantasmas.
No podemos hacer grandes cambios en nuestro cuerpo, en nuestra forma de
ser: pero sí podemos cambiar la forma cómo nos
percibimos, cómo nos hace sentir. La visión es la misma, pero la mirada es
distinta.
Anna Montané
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